Unidad Sociológica

ISSN 2362-1850. Publicación cuatrimestral.

Año 56 N° 24. Mayo 2022-Febrero 2022.

10 Años Unidad Sociológica

Grupo de lectura sobre análisis sociológicos clásicos y contemporáneos (GLASCyC)

Lo político y la política en Schmitt y Lefort

 

Martín Plot

Investigador independiente y profesor de teoría política en IDAES-UNSAM/CONICET. Integrante de los grupos de trabajo “Democracia, organizaciones populares y representación política” de CLACSO y “Estética y política” de CalArts. Su último libro se titula The Aesthetico-Political. The Question of Democracy in Merleau-Ponty, Arendt and Rancière. (Bloomsbury, 2014).

 

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Del mismo modo que el mundo percibido se sostiene solo a través de reflejos, sombras, niveles y horizontes entre las cosas (que no son cosas y no son nada, sino más bien delinean ellos mismos los campos de variación posibles de la misma cosa y del mismo mundo), las obras y el pensamiento del filósofo están también hechas de ciertas articulaciones entre las cosas dichas. Maurice Merleau-Ponty, Signos (1964)

 

 

Claude Lefort, uno de los autores asociados con la distinción entre “lo político” y “la política”, ante el riesgo anti-político(a) de aquellos que, presurosos, acuden a despreciar la segunda en pos de una fetichización de lo primero, solía afirmar que no es un hecho carente de significación que una forma de sociedad, la moderna, haya identificado un espacio de acción y una serie de instituciones y prácticas, como “la política”. Pero, ¿cuál es esa significación? O, mejor dicho, ¿a qué se debe esa carencia de “no-significación”? Este fenómeno no carece de significación porque no es una identificación más, porque su contingencia histórica es reveladora de una forma general de institución de la sociedad, de una forma de lo que Lefort llama “lo político”. A partir de algunas referencias breves a la experiencia estadounidense reciente, en este artículo trataré de ofrecer una perspectiva teórica que dinamice y, de alguna manera esclarezca tentativamente, esta relación entre lo político y la política. Para ello me serviré de una idea articuladora entre estas dos dimensiones, la idea de “horizontes” o “regímenes” de la política.

¿Pero por qué usar la noción de horizontes—o de regímenes, como haré alternativamente—para hablar de la relación entre lo político y la política? Porque un horizonte funciona, como lo sugiere la tradición fenomenológica, como trasfondo, como aquello con lo que hace contraste muestra mirada, como criterio organizador de la distribución de lo visible y lo invisible, de lo pensable y lo impensable. Un horizonte se desempeña también como una brújula que sugiere una direccionalidad, ya que opera como identificador de objetivos los que no se llega pero que establecen las coordenadas que guían el sentido—en su doble acepción de significación y direccionalidad—de aquello que se emprende. Este horizonte—los reflejos, las sombras y los contrastes que genera, para decirlo con el Merleau-Ponty de nuestro epígrafe—instituye prácticas e instituciones, discursos y expectativas, que dan lugar a la generación de una pluralidad de perspectivas que compiten y se enfrentan en la labor de autoconfiguración política de la sociedad. Por eso es que, como decíamos con Lefort, no carece de significación que para una forma de lo político haya algo así como lo que llamamos política: porque la identificación de una esfera de prácticas e instituciones como “política” prefigura una forma particular de lo político, una forma específica de instituir la sociedad que inscribe al interior de sí misma una arena de disputa y conflicto que la mantiene asociada ineludiblemente con la contingencia e indeterminación de las formas que dominan su propia existencia.

 

I

 

En cuanto al punto de partida de esta elaboración conceptual—la perplejidad teórica producida por las transformaciones generadas en la sociedad estadounidense por el 11 de septiembre de 2001—permítanme simplemente limitarme a postular lo siguiente: la sociedad norteamericana está hoy en una tensión creciente con la disolución de los referentes de certeza descriptos por Lefort. Pero a pesar de esta tensión, nos es imposible usar la tipología de regímenes políticos tradicionalmente asociada con su obra. Esta tipología planteaba, para decirlo esquemáticamente, un pasado en el que el régimen de la monarquía teológico-política cristiana había sido reemplazado por la democracia moderna, como consecuencia de las revoluciones democráticas; lo que a su vez provocó la activación del principio generativo de la igualdad y, por lo tanto, la generalización de la disolución de las marcas de certeza estamentarias características del antiguo régimen. Esta generalización de la incertidumbre en cuanto al estatus tanto de la entidad política como de las relaciones entre sus miembros hizo que apareciese también el fantasma totalitario: la fantasía del restablecimiento de una unidad orgánica y radical de lo social desde adentro mismo de la sociedad.

De todos modos, si nos ceñimos a esta tipología lefortiana, ¿podría legítimamente decirse que Estados Unidos coquetea desde aquella experiencia con la restauración de un régimen teológico-político? Esta pregunta podría ser formulada retóricamente si tuviésemos en mente solo la fascinación mostrada por parte de la sociedad norteamericana por la figura de Trump, catalogada por muchos de “populista”, pero que podríamos definir mejor como “voluntarista”, es decir, como motorizada por el anhelo de restaurar, por un mero acto de fe (believe me) un orden jerárquico pre-democrático definido por una supremacía, tanto económica como cultural, de la ahora primera minoría blanca (Make America great again realmente significó, en gran medida pero sin decirlo explícitamente, Make America white again). Alternativamente, ¿podría legítimamente sugerirse que Estados Unidos está hoy está en proceso de convertirse en un régimen totalitario? Esta pregunta podría formularse retóricamente solo si redujésemos la categoría de totalitarismo a una etiqueta multiuso capaz de ser aplicada a todo aquel régimen que nos desagrade, o que nos desagrade en extremo. Lo que resulta evidente es que formular retóricamente estas preguntas y dar respuestas afirmativas a las mismas sería,cuanto menos, apresurado. Esto debiera llevarnos a considerar la posibilidad de que sea necesario ofrecer una reelaboración de esta tipología de regímenes políticos, una reelaboración que nos permitiera darle sentido al doble fenómeno que se nos presenta: la distancia crecientemente establecida entre la sociedad estadounidense contemporánea y la indeterminación democrática por un lado, y al hecho de que esta sociedad que se dibuja en el horizonte no pueda ser simplemente catalogada ya sea como totalitaria, ya sea como teológico-política.

El elemento fundamental de esta reelaboración conceptual debiera constituirlo la postulación de que estos regímenes— teológico o totalitario—más que formas alternativas y completas de institución de la sociedad sean más bien entendidos como horizontes en el sentido antes mencionado del término, es decir, como indicando tanto direccionalidad como contraste, haciendo así posible sentidos e identificaciones diferentes, coexistentes y en conflicto los unos con los otros en un tiempo y lugar determinado. Más específicamente: si bien es cierto que la disolución igualitaria de las marcas de certeza y la incertidumbre democrática parecieran ser las características más salientes de las sociedades que más experimentaron la secularización de sus instituciones, sus prácticas y sus creencias en la modernidad democrática, lo que parece problemático es concebir al horizonte teológico de la política como algo dejado definitivamente en el pasado, o al horizonte totalitario como una amenaza solo potencialmente futura y no operante o instituyente en tiempos mayormente democráticos. A partir de esta reelaboración, podríamos decir que el régimen teológico de la política—que desde esta perspectiva no desaparece una vez desplazado por la revolución democrática sino que es más bien relegado y temporalmente doblegado en su capacidad de incidir en la institución de las prioridades, visibilidades y autopercepción general de la sociedad—funda, sí, sus pretensiones de legitimidad en una fuente externa y constituyente de la unidad de lo social. En esto reside su carácter teológico. Pero el horizonte teológico-político no necesita ser literalmente de inspiración religiosa—lo que no quita, de todos modos, que pueda muy bien serlo, como lo atestigua tanto el presente global de fundamentalismos religiosos como el caso particular del cristianismo político en los Estados Unidos. El horizonte teológico de la política simplemente requiere de la fascinación con el gesto de la encarnación, es decir, necesita estar cautivado por la posibilidad de que el enigma de la exterioridad de la voluntad, ya sea divina, de una nación o un pueblo idealizados como Uno e indivisible, pueda de ser materializada y representada plenamente en el corazón de la sociedad.

Por otro lado, el régimen epistémico de la política niega la existencia de aquella fuente externa, teológico-política, de la sociedad. El horizonte epistémico, que en su forma radical se acerca a la forma política llamada totalitarismo, en sus manifestaciones menos puras igualmente reivindica para sí el acceso a una verdad de la sociedad que debiera quedar a resguardo de la conflictividad propia de una vida política cambiante e incierta con respecto a su propio destino y configuración. Este régimen epistémico de la política supone que la institución de la sociedad es enteramente orgánica y potencialmente transparente y espontáneamente organizada. Esto es así, sobre todo, si los procesos que son “sabidos” como centrales a dicho organismo social no son obstaculizados por elementos “externos” a su funcionamiento. Por supuesto, estos elementos externos pueden ser tanto la contingencia y la polifonía de la política democrática como la “irracionalidad” del horizonte teológico-político; polifonía o irracionalidad que bañan de opacidad a lo social, haciendo que este deje de ser la entidad potencialmente transparente que el punto de vista epistémico postula. Este régimen epistémico-político, entendido también como horizonte, tampoco es enteramente desactivado en los períodos en los que no hay un actor político capaz de reclamar efectivamente para sí un saber absoluto sobre el funcionamiento de la sociedad. En definitiva, el horizonte epistémico está también cautivado por la fantasía de la encarnación, solo que este no es voluntarista sino racionalista: no es la fe en la voluntad de la nación, el pueblo o Dios lo que debe sustraerse a la contingencia de la democracia sino el saber técnico o normativo sobre el funcionamiento del estado y las leyes de la sociedad.

Finalmente, estos regímenes antagónicos de la política —el teológico y el epistémico— suelen cancelarse mutuamente o bien enfrentarse en conflicto abierto. Pero esto no siempre ocurre, ya que tampoco es inusual que estos horizontes encuentren un suelo común en su rechazo al tercer horizonte organizador de la vida colectiva, uno que es visto desde aquellas perspectivas como inaceptablemente ambivalente y desestabilizador pero que, en la modernidad—como sugiere la obra de Lefort—ha sido hegemónico y creciente: el régimen estético —en el sentido de su referencia a lo perceptual— de a política, aquel que asume el carácter irreductiblemente multiperspectivo y plural de la sociedad. El régimen estético de la política, entonces, es el horizonte cuyo gesto central es el de la institucionalización de la indeterminación— esto es, la institucionalización de la aceptación abierta y plural de que no hay decisión final ni solución definitiva al enigma de la institución de la sociedad; de que esta es ilimitada y periódica, y de que lo único que prima y debe primar es el sentido igualitario de esta multi-perspectividad.

 

II

 

Habiendo ya planteado la motivación interpretativa —la perplejidad ante las mutaciones ocurridas en la vida política estadounidense a partir del 9/11 y la dificultad del modelo teórico lefortiano para ofrecer la nominación adecuada— pasaré ahora a analizar cómo un entrecruzamiento de las teorizaciones de “lo político” en Schmitt y Lefort puede, efectivamente, permitirnos demarcar con mayor precisión el contraste entre los horizontes teológico y el estético de la política [1].

Arranquemos entonces revisitando la pregunta lefortiana por la permanencia de lo teológico-político, pregunta que está en el centro de la articulación entre su teorización de lo político y lo que propongo aquí pensar en términos de horizontes o regímenes de la política. La respuesta a dicha pregunta es, por supuesto, sí y no; ya que la permanencia de lo teológico-político está predicada en una metamorfosis. Esta metamorfosis se manifiesta en la manera en la que la secularización de la idea de Dios en aquellas de pueblo, de nación, de patria, trata de dar una figura a una unidad del cuerpo social que se presenta ahora indeterminada y abierta a contestación y reconfiguración. En efecto, la disolución de los referentes de certeza de la modernidad democrática da dar lugar al advenimiento a lo que Lefort llama una sociedad sin cuerpo. Pero esa falta de cuerpo —en el sentido de organismo con funciones y jerarquías naturalmente establecidas— no desvincula a la vida social de todo proceso de configuración. Por el contrario, esta falta de cuerpo es reemplazada por una permanente actividad de auto-esquematización, como la llama Merleau-Ponty; por una permanente actividad reflexiva, reversible y direccionada por la entidad que es la sociedad hacia su propio ser.

El hiato que se abre aquí entre Lefort/Merleau-Ponty y Schmitt, que también postula una permanencia de lo teológicopolítico en la modernidad, es fundamental. Schmitt plantea que la identidad popular y la soberanía popular reemplazan en tiempos modernos a la soberanía de origen teológico-político, manteniendo así estrictamente la matriz piramidal que este reemplazo lineal implicaría. Eso que Schmitt pretende total, es decir, una nueva soberanía popular pero todavía teológicopolítica, capaz de dar cuenta de la totalidad de la sociedad y de un cuerpo social entendido como homogéneo, es precisamente aquello que Lefort—implícitamente, ya que mi propósito aquí es explicitarlo—nos permite teorizar en términos de horizontes. Estos horizontes, como decíamos, están siempre en competencia los unos con los otros y dan forma a la sociedad precisamente como resultado de dicha competencia, por lo que no logran ofrecer la linealidad y masividad que Schmitt pretende darle a la soberanía teolígico-política secularizada. Como sabemos, Schmitt, en su Teología Política, en el primer párrafo del capítulo tres, nos dice: “Todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razones de su desenvolvimiento histórico, en cuanto vinieron de la Teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos. El estado de excepción tiene en la Jurisprudencia análoga significación que el milagro en la Teología.” (1998, 54) En contraste con el uso que del milagro hiciera Arendt para referirse a la acción —uso en que el milagro aparece como una acción realizada en un contexto de pluralidad—el milagro schmittiano es la clausura de esa pluralidad por una decisión que se presenta como irrevocable. Esto presenta, como puede verse, dos modelos de excepcionalidad, en donde uno es interior al entramado de la pluralidad social —su horizonte es estético-político— y el otro es de una exterioridad radical para con este mismo entramado— su horizonte es teológicopolítico, un horizonte para el cual aquel entramado de pluralidad, desprovisto de este gesto ordenador radical que es la decisión, no llevaría a otra cosa que a la anarquía o al caos.

Inmediatamente antes de aquella observación acerca del carácter teológicamente secularizado de los conceptos políticos modernos, en el cierre del capítulo dos de Teología política, Schmitt hace una observación que apunta con total precisión hacia el contraste entre los horizontes teológico y estético de la política. Este horizonte, que yo llamo estético, muchos otros lo llamarían simplemente democrático. De todos modos, esta definición es problemática, ya que lo democrático puede presentarse también tanto como teológico-político como epistémico-político. Lo estético, a diferencia de lo democrático, se refiere a la indeterminación constitutiva de la identidad popular, ya que refiere a su carácter ineludiblemente plural y multiperspectivo. En ese texto Schmitt dice: “En la oposición entre sujeto y contenido de la decisión y en la significación propia del sujeto estriba el problema de la forma jurídica. No es la forma jurídica apriorísticamente vacía como la norma trascendental, por cuanto emana de lo jurídicamente concreto.” (1998, 52) Aquí se inscribe la conocida crítica a Kelsen y al racionalismo jurídico. Pero continúa: “Tampoco es la fórmula de la precisión técnica, cuya finalidad es eminentemente objetiva, impersonal.” (52) En donde alude críticamente a la concepción tecnocrática de la política, pero también al economicismo capitalista y liberal en el que lamáquina social funcionaría por sí misma. Y finalmente afirma: “Ni es, por último, la forma de la configuración estética, que no conoce la decisión.” (53) Lo que en este remate exaspera a Schmitt es la imposibilidad de una decisión última, es decir, de una reactivación moderna de la soberanía teológica que un horizonte estético de pensamiento y prácticas políticas obstaculizaría.

Pero esto no es todo, ya que Schmitt siguió defendiendo esta postura en obras sucesivas. Un segundo trabajo en el que Schmitt manifiesta explícitamente su crítica a tanto al horizonte epistémico—el racionalismo normativo y tecnocrático—y estético—la indecisión del pluralismo de valores—de la política es articulada en su crítica al parlamentarismo europeo. La acción y la deliberación parlamentaria son en este trabajo presentadas como, en el mejor de los casos, una discusiónsin-fin y, en el peor de ellos, como el gobierno secreto de comités que hacen el trabajo decisorio de los empresarios y el capitalismo, pero que lo hacen en las sombras y sin hacerse cargo del carácter decisivo de su intervención. Una tercera expresión clave de la crítica schmittiana de los horizontes epistémico y estético de la política es su elogio de la decisión con respecto a la enemistad existencial (Schmitt, 2009). Para Schmitt, el aspecto determinante de la vida política—porque de ello depende la supervivencia de toda entidad política —es el ser capaz de decidir con claridad acerca del enemigo existencial. Schmitt no está, por supuesto, hablando de un militarismo enloquecido y activado en todo momento y lugar, sino más bien de una fría capacidad, por parte de aquellos que ejercen el poder soberano, de saber cuándo y con quién entablar batalla, de saber cuándo y con quién aliarse o enemistarse. Se encuentra así en Schmitt el modelo acabado del horizonte teológico de la política: un modelo de entidades políticas que suponen la homogeneidad interior —cultural, lingüística, histórica— y cuyas organizaciones estatales contribuyen afirmativamente a la perpetuación de esa homogeneidad, a su vez que establecen los límites entre esas mismas unidades. Todo esto supone la constitución de entidades políticas que, cual mónadas, configuran un pluriverso humano en el que el estado de naturaleza es superado al interior de —pero no entre— aquellas entidades. Así es como opera la matriz heredada de la teología política en la modernidad democrática: aspirando a persistir, o a retornar, como el horizonte dominante en la configuración de la vida colectiva.

 

III

 

Es este punto el que revela con mayor claridad la actitud interrogativa compartida—pero en conflicto en cuanto al horizonte que las organiza—por Schmitt y Lefort con respecto a la permanencia de lo teológico-político. Para llevar algo de claridad a la tensión entre ambas miradas, usando ahora palabras de Lefort, permítanme citarlo algo extensamente:

 

¿A qué conclusión nos conduce esta breve incursión en el laberinto teológico-político? A reconocer que, según su esquema, todo lo que se mueve en el sentido de la inmanencia lo hace también en el sentido de la trascendencia; todo lo que camina en el sentido de una explicación de los contornos de las relaciones sociales lo hace también en el sentido de la interiorización de la unidad; todo lo que transita en el sentido de la definición de entidades objetivas, impersonales, lo hace también en el sentido de una personalización de estas identidades. El engranaje de los mecanismos de encarnación [teológicopolítica] asegura una imbricación de la religión y la política allí mismo donde no creeríamos encontrar más que prácticas o representaciones puramente religiosas, o puramente profanas. (2004, 105)

 

A lo que agrega: “Pero, si dirigimos la mirada de nuevo hacia la sociedad democrática… ¿no habríamos de aceptar que el engranaje está roto?” (106)

El planteo que se hace en el presente artículo—restablecer los regímenes lefortianos como horizontes coexistentes y no como formas de sociedad mutuamente excluyentes—se refiere precisamente a esto: a la desactivación del horizonte teológico de la política. Pero esta desactivación, proponemos, es solo provisoria y relativa. El horizonte teológico-político, en tanto que dominante, está, en efecto, roto. Pero lo que debemos comprender es que, de todas maneras, este horizonte puede ser —y en efecto frecuentemente lo es— reactivado. ¿Quién no puede imaginar la posibilidad de una teorización e interpretación de la politización del Islam en estos términos, cuando el islamismo como ideología política, y no simplemente como creencia religiosa, reacciona ante la disolución de los referentes de certeza propia de la globalización contemporánea? ¿Quién no puede imaginar una teorización semejante con respecto al cristianismo político en los Estados Unidos, también amenazado por la incertidumbre con respecto a su posición dominante en la vida social? En este entramado periódico e ilimitado en el que se está convirtiendo la entidad política global que es el mundo contemporáneo, ¿quién no puede imaginar que estos procesos pueden ser vistos como protagonizando una creciente confrontación de horizontes de configuración de la vida colectiva, confrontación en la que el horizonte teológico de la política no está, ni siquiera metafóricamente, subordinado a formas voluntaristas o populistas, sino que sigue abiertamente vivo como régimen con aspiraciones hegemónicas?

La tensión entre la agenda impulsada por Schmitt y la interrogación lefortiana es, así, evidente. La matriz teológicopolítica como constitutiva del estado y la política moderna schmittiana se revelan en claro contraste con la mirada de Lefort, ya que para éste la alternativa al régimen teológico de la política no es meramente una amalgama de racionalismo, economicismo y esteticismo sino más bien un pluralismo multiperspectivo que se avoca a la institucionalización de mecanismos de transformación en una sociedad que se presiente indeterminada e indeterminable. Desde esta perspectiva se revela el carácter no necesariamente racionalista de aquello que se confronta con el horizonte teológico de la política. Desde la mirada de Lefort, no se trata de oponer un absoluto —la razón, el saber —a otro —la voluntad divina o popular— sino más bien de abocarse a la interpretación de las sutilezas y los entrelazamientos entre aquel pasado dominado por el horizonte teológico de la política y este presente estético/multiperspectivo. Se trata de indagar en la forma de la persistencia de lo viejo en lo nuevo y en la forma de la novedad de lo nuevo para con lo viejo.

Pero para concluir con la revisión de la postura schmittiana, vayamos ahora a un último texto que se revela como fundamental a la hora de precisar los términos de la exasperación schmittiana para con la indecidibilidad estetizante de la modernidad: El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes (2002a). El texto es tan literariamente fascinante como políticamente chocante. Estamos ante un texto que Schmitt dice—retrospectivamente—haber escrito como crítica al nazismo, lo cual es sumamente difícil de creer, ya que el libro se ocupa mayormente de denunciar al judaísmo como aquella fuerza espiritual que saboteó la posibilidad de establecer claros y estables estados-nación en la Europa continental; además de dedicarse a criticar el “abuso” que el “filósofo judío” Spinoza hiciera de aquella “apenas perceptible grieta” que Hobbes había cometido el error de abrir en el carácter necesariamente monolítico del estado teológico-político, del Dios mortal que debía ser el Leviatán. A pesar de esto, el libro es fascinante. Primero, porque es un libro plagado de imágenes, tanto literarias como visuales: desde el famoso diseño original de la tapa del Leviatán, que como sabemos Hobbes mismo se había ocupado de supervisar, hasta el pequeño símbolo bíblico en que el Leviatán aparece mordiendo el anzuelo, antesala de la destrucción que le tiene preparada su enemigo divino. Pero, en segundo lugar, el libro también es atrapante en su elogio de la maestría con que Hobbes logra comprender el poder de los mitos y de los símbolos, y de lo virtuoso—en el sentido artístico—de acudir a una figura bíblica para ilustrar el carácter necesariamente omnipotente y absoluto del poder estatal.

De todos modos, y a pesar de los frecuentes elogios al pensador inglés, el texto se presenta fundamentalmente como una refutación de Hobbes. Las críticas más fuertes son dos, y las dos tienen que ver con aquellos aspectos que dominarían el pensamiento de Schmitt de allí en adelante. Una es la cuestión de la tierra y el mar, que él revisitaría luego en El nomos de la tierra (2002b). La cuestión de la tierra y el mar se refiere a la distribución del pluriverso humano que es la humanidad, es decir, a la forma de partición y de organización de los espacios en los que está subdividida la vida en la Tierra. Este tema surge de la crítica que Schmitt hace de la elección hobessiana de la figura bíblica del Leviatán, que es un monstruo marino, en vez del mastodonte, o de la bestia bíblica terrestre, el Behemoth, como figura capaz de simbolizar la constitución de órdenes territoriales estables. Para Schmitt, Hobbes, siendo inglés, no pudo hacer otra cosa que escoger al gigante de los mares. Pero al hacerlo, cometió un error fundamental, ya que escogió una figura asociada con la movilidad, una figura con la capacidad de atacar y retirarse velozmente, es decir, una figura asociada a todo aquello que Schmitt sugiere es parte de la forma de dominio imperial de Inglaterra como pequeña isla y como fuerza marítima. El error de Hobbes, en breve, consistió en utilizar una figura mítica que no invoca las ideas de estabilidad, de territorio determinado, de fronteras precisas que su pensamiento político demandaba—en definitiva, el Leviatán no era la figura mítica que su horizonte teológico-político exigía.

La segunda observación que Schmitt hace a Hobbes está estrictamente vinculada con la crítica que él mismo había recibido por p arte de las SS, en la que se lo acusaba de atomista —efectivamente, de hobessiano— y de no suficientemente organicista. Esto se debía a que Schmitt parecía sentirse profundamente identificado con una idea inaceptable para los nazis, como lo era la idea de que la unidad de la sociedad está verticalmente constituida por el estado y que los seres humanos, desprovistos de dicha organización estatal, no serían más que átomos dispersos en una guerra de todos contra todos. En esa crítica de las SS, esa visión liberal de Hobbes es transfería enteramente a Schmitt. La operación discursiva que propuso Schmitt para salir del aprieto en que se encontraba no fue, por supuesto, sencilla, ya que debió exhibir una crítica tan compatible con el nazismo como con su propia obra pasada. En este contexto, Schmitt presentó al pueblo judío como el único pueblo de la Europa continental que no había deseado tener su propio territorio definido y estable, su propio estado. De ese modo, dice Schmitt, el pueblo judío había sido el principal responsable de la imposibilidad de crear un sistema estable interestatal en Europa, es decir, un sistema de estados étnica y políticamente homogéneos.

Esta crítica toma como punto de partida al atomismo hobessiano pero se corporiza finalmente en la figura de Spinoza. El error de Hobbes, nos dice Schmitt, había sido aceptar como punto de partida la persistencia del fuero íntimo; aceptar que el estado, el deus mortalis, no reclamara para sí, además

del monopolio sobre los medios para asegurar la seguridad pública, el monopolio sobre la determinación de las creencias individuales. El error de Hobbes había consistido en hacer lugar a una limitación en el ejercicio de un poder que debía en realidad ser ilimitado, exigiendo de los súbditos solo un comportamiento externo determinado pero permaneciendo indiferente a lo que éstos pensasen en su intimidad. Esa es la “grieta apenas perceptible” abierta por Hobbes en el Leviatán que luego Spinoza expandiría, transformando así una libertad negativa en una libertad positiva, la de la libre expresión. Este fuero íntimo se convertía así en Spinoza en el derecho público a la libertad de expresión, y luego en todos aquellos derechos que serían enunciados por las declaraciones de derechos humanos, convirtiéndose de ese modo en los principios generativos centrales de la democracia moderna según Lefort.

¿Qué es lo que ocurre entonces con este nuevo cruce entre las miradas de Schmitt y Lefort? Ocurre que se revela la centralidad de la pluralidad multiperspectiva—esto es, de la capacidad expresiva y perceptiva de individuos iguales y múltiples—a la labor de auto-institución de lo social en la modernidad; centralidad que el horizonte teológico de la política teorizado por Schmitt intenta desplazar pero que la mirada estético-política de Lefort interpreta como locus de la democracia moderna. Para Lefort, en la modernidad la sociedad ya no puede ser circunscripta a la mirada organicista de un cuerpo naturalmente dividido en funciones y jerarquías predeterminadas, sino que se convierte en una paradójica “sociedad sin cuerpo” en constante labor de auto-configuración. Y esta sociedad sin cuerpo está hecha de individuos y agentes colectivos cambiantes y dotados de capacidades perceptivas y expresivas únicas; está hecha de una multiplicidad ilimitada e ilimitable de individuos y grupos y no ya de aquellos órganos imaginados por la noción tradicional de cuerpo teológicopolítico. Para Schmitt, por el contrario, lo que había hecho primero Hobbes, y luego radicalizara Spinoza, había sido habilitar una pluralidad indeterminada al interior de los “cuerpos políticos”, haciéndolos así internamente inviables. El horizonte de la política que, según Schmitt, queda habilitado a partir de Spinoza—un horizonte que se filtra por la imperceptible grieta hobessiana—es el horizonte estético de la política, un horizonte en conflicto tanto con la matriz teológica como epistémica de la política.

 

IV

 

Pero volvamos para concluir a nuestra perplejidad interpretativa original, ya que esta lectura de Schmitt nos habilita a describir prácticas, tendencias, discursos y posiciones políticas en tiempos contemporáneos desde una nueva perspectiva. ¿Quién podría negar la posibilidad de iluminar de este modo al neoconservadurismo norteamericano, tanto en su relación con las relaciones internacionales como con su relación con la suspensión de la separación de poderes en todo aquello concerniente a la guerra contra el terrorismo? Sin decir que la sociedad estadounidense haya mutado en una forma teológico-política o totalitaria, resulta de todos modos imposible negar que a partir del 11 de septiembre de 2001 se ha dado una reactivación de instituciones, prácticas y cultura política—de un horizonte—estructurado a la manera de la concepción teológico-política de Schmitt.

Así, lo que nos permite hacer esta complejización de los modelos schmittiano y lefortiano es articular conceptualmente el sentido de la aparición de nuevos fenómenos, prácticas, instituciones y sentidos como son aquellos que la revolución democrática introdujo. La fenomenología de la democracia lefortiana que surge de describir una experiencia histórica como vaciando el lugar del poder, como separando lo que otrora estaba unificado —las esferas de la ley, el saber y el poder— lleva implícita la renuncia al ejercicio de un poder político considerado inapelable e incuestionable. Adicionalmente, el rechazo a la idea de que el poder y el saber pudieran ser ejercidos unificadamente, se debe a que esta unificación implicaría necesariamente la generación de una legalidad que sería consubstancial a aquel poder, a la vez que un monopolio del saber. Esta separación de esferas propias de la democracia moderna está, además, manifestada en instituciones, en prácticas, en concepciones, como por ejemplo en la idea de que el cuerpo político ya no es una entidad homogénea, definida en relación con un enemigo.

A su vez, a partir de la perplejidad provocada por las transformaciones introducidas en la cultura y en el funcionamiento de las instituciones políticas en los Estados Unidos a partir del 11 de septiembre de 2001 y de la reelaboración de las teorizaciones de Schmitt y Lefort, puede también observarse un nuevo contraste, no ya el delineado entre los horizontes teológico y estético de la política sino el que se revela entre el epistémico o racionalista y el estético. El horizonte epistémico de la política está hoy está fundamentalmente representado por la articulación entre la invocación de un saber mayormente económico y su relación con la encarnación plutocrática del poder. Así este saber se plantea superador de la incertidumbre democrática y capaz de bloquear la polifonía política, de dar un cierre a la disrupción que la política introduciría en la organicidad de la vida económica y social—polifonía que provoca, en los defensores del horizonte epistémico de la política, casi la misma exasperación que provocaba en Schmitt la indecidibilidad estética y la deliberación sin fin. Y el resultado no es demasiado distinto al provocado en Schmitt, ya que el horizonte epistémico de la política también se ve atraído por el fantasma decisionista, solo que el decisionismo epistémicopolítico que ahora se justifica ya no surge de la invocación de una voluntad divina o popular sino de un saber y de la imposición de ese saber en la organización de lo social.

Espero haber sido persuasivo en mi intento de sugerir que Schmitt resulta ser un autor ineludible en la teorización de los horizontes teológico, epistémico y estético de la política. Lo es porque, a pesar de errar en su postulación de que la matriz teológico-política sobrevive como la única forma de estructuración posible de lo político, el resto de lo que hace es clave para iluminar la persistencia en el presente —más o menos activada—del horizonte teológico-político. Y lo mismo puede afirmarse de Lefort: todo lo que éste dice de la democracia moderna debe en realidad decirse del horizonte estético de la política; así como todo lo que Schmitt dice del estado moderno puede decirse del horizonte teológicopolítico. Ambos horizontes están presentes—y en conflicto entre ellos—en el mundo contemporáneo, pero ninguno corresponde a su totalidad.

 

 

Bibliografía

 

Maurice Merleau-Ponty, Signos. (Barcelona: Seix Barral, 1964) Claude Lefort, La invención democrática. (Buenos Aires: Nueva Visión, 1990)

Maurice Merleau-Ponty, La incertidumbre democrática. (Barcelona: Anthropos, 2004)

Maurice Merleau-Ponty, El arte de escribir y lo político. (Barcelona: Herder, 2007)

Carl Schmitt, Teología política. (Buenos Aires: Struhart, 1998)

Carl Schmitt, Romanticismo político. (Buenos Aires: Quilmes, 2001).

Carl Schmitt, El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes. (Buenos Aires: Struhart, 2002a)

Carl Schmitt, El nomos de la tierra. (Buenos Aires: Struhart, 2002b)

Carl Schmitt, El concepto de lo político. (Buenos Aires: Alianza, 2009)

 

 

Notas

 

[1] Dejaré para más adelante, ya que es a lo que me encuentro abocado en mi investigación en curso, al contraste entre los horizontes epistémico y estético, contraste que será desarrollado en diálogo mayormente con el pragmatismo americano.

 

 

 

 

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