ISSN 2362-1850. Publicación cuatrimestral.
Año 5, N° 22. Junio 2021-Septiembre 2021.
Los otros diseños. Usos, sentidos y tensiones en torno al diseño como categoría polifónica
Grupo de lectura sobre análisis sociológicos clásicos y contemporáneos (GLASCyC)
COOPERATIVISMO Y SOCIEDAD.
La sociología en plural
Ariel O. Dottori
Sociólogo (UBA, Argentina), Doctor en Filosofía (UNLP, Argentina). Investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA (IIGG-UBA, Uriburu 950, CABA, Argentina) y de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (SADAF, Bulnes 950, CABA, Argentina). Especialista en sociología contemporánea y filosofía del lenguaje. Mail: arieldottori@gmail.com.
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Resumen
Contrarios a cierto sentido común sociológico que le resta importancia a la esfera de la naturaleza, olvidando el hecho que los seres humanos somos, ante todo, animales que durante los primeros meses de vida no nos diferenciamos grosso modo del resto de los animales de nivel superior, argumentaremos a favor de ciertas posiciones naturalistas para poder comprender las características exclusivas que nos permiten crear la realidad social o cultural. El lenguaje proposicional, la cooperación y el altruismo, que nos permiten deliberar y generar acuerdos, operan como el fundamento de la teoría social.
Palabras clave
Lenguaje – Intencionalidad colectiva – Cooperativismo – Naturaleza – Cultura – Consenso.
Abstract
Contrary to a certain sociological common sense that downplays the sphere of nature, forgetting the fact that human beings are, above all, animals that during the first months of life, we do not differ grosso modo from the rest of the a higher level´s animals, we will argue in favor of certain naturalistic positions in order to understand the exclusive characteristics that allow us to create social or cultural reality. Propositional language, cooperation and altruism, which allow us to deliberate and generate agreements, operate as the foundation of social theory.
Keywords
Language – Collective intentionality – Cooperativism – Nature – Culture – Consensus.
Aclaraciones metodológicas preliminares
Uno de los sociólogos más destacados, Max Weber, ha guiado sus distintas investigaciones bajo la premisa del individualismo metodológico. Todo sociólogo, sugiere, debe -la sugerencia, como resulta habitual, es normativa- “ver” individuos. Pero de eso no se sigue que debamos negar la existencia de totalidades, grupos, o grandes conjuntos. Muestra de ello han sido, por ejemplo, sus estudios sobre problemas universales: la ética religiosa del calvinismo ascético, el ethos que ha operado como fundamento del surgimiento del moderno capitalismo occidental, los procesos de racionalización. Gran parte del resto de la tradición clásica, se ha negado a comenzar por análisis individuales (aunque George Simmel es la excepción); así lo demuestran las investigaciones de Karl Marx, Emile Durkheim, Talcott Parsons y Niklas Luhmann. Estos últimos han ofrecido buenas razones (aunque no las mejores) para sostener posiciones anti-individualistas en términos teóricos.
Si bien a continuación no ofreceremos un estudio sobre la obra de Max Weber, asumimos que no es ociosa una cierta caracterización preliminar sobre algunos de sus aspectos metodológicos. En sus Ensayos sobre metodología sociológica, sostiene que,
El interés de las ciencias sociales parte, sin duda alguna, de la configuración real y, por lo tanto, individual de la vida social que nos circunda, considerada en sus conexiones universales, mas no por ello, naturalmente, de índole menos individual, así como en su ser-devenidas a partir de otras condiciones sociales que a su vez, evidentemente, se presentan como individuales (2001: 63).
Los desarrollos reales y universales que la sociología, en tanto que ciencia social, se propone, no inhiben argumentaciones a partir de nociones individuales. ¿Por qué? Porque no es posible asumir que la realidad social está constituida por algo que se ubique “por fuera” o “más allá” de los individuos. Posiciones que aspiren a ello, como en el caso de Durkheim es evidente, carecen de fundamento siempre y cuando pretendamos mantenernos en el plano ontológico -eso le corresponde a la ciencia- y no nos desviemos hacia el terreno de la metafísica -eso no le corresponde a la ciencia-. La sociedad está constituida por, en un sentido básico, es decir, fundamental, creencias. Las creencias existen porque son sostenidas, defendidas y criticadas por individuos y solo por individuos. Asumir una posición individualista implica la aceptación de una forma de reduccionismo; se trata de explicar fenómenos complejos en términos de sus constituyentes más simples. En su lúcida introducción al pensamiento de Karl Marx, Jon Elster (2020) sostiene que las posiciones individualistas han sido tomadas de facto por la ciencia, y ello ha permitido, por ejemplo, que la biología molecular y la física-química logren separarse de la biología. Y lo mismo ha sucedido en las ciencias sociales, pues han logrado abrir la “caja negra” del mundo social, ofreciendo sus “microfundamentos” (2020: 25).
A diferencia de Max Weber, sin embargo, y por razones que aquí no expondremos, no desarrollaremos una metodología a partir de la construcción de tipos ideales; nos remitimos a comprender el individualismo metodológico haciendo hincapié en tres aspectos que han sido subrayados por Jon Elster en la obra anteriormente mencionada. En primer lugar, el individualismo metodológico no implica asumir que los individuos sean racionales y egoístas; en segundo lugar, no se sostiene que los individuos sean “átomos” con una existencia pre-social requerida antes de formar parte de la sociedad; en tercer lugar, asumir una posición individualista en términos metodológicos no se refiere a la problematización de aquello que sucede en la mente de los individuos. La generalidad de esta posición teórico-metodológica requiere la siguiente propuesta general. Para comprender una acción colectiva, Elster propone el ejemplo de una huelga. Para comprender el surgimiento, el desarrollo y las características generales de una huelga será preciso ofrecer una explicación en términos de las creencias y las motivaciones de los individuos en cuestión (Elster, 2020: 25). La anterior consideración ha sido necesaria para comprender que, si bien a continuación plantearemos los lineamientos generales referidos a ciertas problemáticas sociológicamente relevantes sobre una temática que, prima facie, no resulta evidente que se la vincule con posiciones individualistas, pues se encuentra cercana a la problematización de “macrofundamentos”, aclaramos que, así y todo, plantear el problema de la cooperación, en el marco de aquello que denominamos una sociología “en plural” o “del nosotros”, no niega el aspecto constitutivo individual, es decir, el aspecto “micro”. Abordar las caracterizaciones que nos resultan comunes en tanto que seres humanos -nos referimos a los acuerdos cotidianos que nos permiten vivir juntos-, no implica renunciar a la siguiente consideración fundamental: la realidad social se fundamenta en las creencias sostenidas, criticadas, verificadas, por los hablantes (o agentes) individuales.
Habiendo hecho referencia al individualismo metodológico, nos centraremos sucintamente en otras caracterizaciones propuestas por Max Weber. Como sabe todo estudiante de sociología, Weber sostiene que la sociología estudia, de un modo comprensivo, la acción social. No se trata de interesarse por cualquier tipo de acción, sino por un tipo específico: la acción que se caracteriza por ser social. ¿Pero qué significa aquí el adjetivo “social”? Weber sostiene que la acción a secas se convierte en acción social cuando existe un sentido y ese sentido está mentado, dirigido a, otro sujeto (Weber, 1964). Ahora bien, el enunciado anterior enmascara bastantes desafíos conceptuales; en primer lugar, ¿qué es el “sentido”?, en segundo lugar, ¿qué significa “mentar” una acción que está “dirigida a“? De esto nos hemos ocupado con cierto detalle en otro lugar (Dottori, 2018). Aquí simplificaremos todos esos problemas correspondientes a la filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, y simplemente sugeriremos que el “sentido” de la acción equivale a la comprensión del “significado” de la acción. Así, para comprender una carrera de bicicleta, por traer el clásico ejemplo que Weber utiliza, debemos preguntarnos, ¿qué significa esa acción para los ciclistas (actores) que forman parte de la carrera? De esa pregunta, como resulta esperable, surgen otras muchas preguntas: ¿por qué un grupo de personas sale a andar en bicicleta en lugar de ocuparse de otra actividad, digamos, menos fatigosa?, ¿qué elemento placentero o gratificante tiene ese tipo de acción?, ¿por qué una persona entrena diariamente y hasta el agotamiento físico para formar parte de ese tipo de competencias?, ¿qué metas y objetivos persiguen?, y la lista podría extenderse. Resta indagar, pues, sobre el significado de lo “mentado”, lo que se “dirige a”. Weber se ubica dentro de lo que Karl-Otto Apel (1994, 2002) denomina “el paradigma de la conciencia del sujeto cognoscente”, el cual se diferencia del “paradigma de la filosofía del lenguaje”. Mientras que el primero comienza con la filosofía de Descartes y encuentra en Husserl a su último gran exponente, el segundo paradigma comienza con el pensamiento de Frege, Russell y el primer Wittgenstein. [1] Para el kantiano Weber (que también ha sido influido por Nietzsche), el mundo (la experiencia) se le presenta a la sensibilidad del sujeto y éste procede a ordenar esa experiencia mediante las categorías del entendimiento; así, la mente “se dirige a“ la captación de la experiencia sensible. Pero el hecho de “dirigirse a" solo puede ser entendido como una metáfora, pues los cañones y las armas se “dirigen a“ -en el sentido de “apuntan a”-; los medios de transporte “se dirigen a” -en el sentido de “ir hacia”-; pero no resulta evidente qué significa que la mente “se dirija a”. Por nuestra parte, sostenemos que el mundo social (o la realidad social) se comprende porque podemos -únicamente los seres humanos- elaborar enunciados (formas lógicas) que refieren al mundo. [2] Esos enunciados son comprendidos no porque se ubican “dentro de nuestras cabezas“ (como los filósofos de la conciencia creían) sino porque su significado es públicamente accesible, verificable y corregible. Asumimos que los seres humanos son seres hablantes y actuantes que están en posesión de un lenguaje cuyos significados son públicos y artificiales (en el sentido de convencionales). Así, y por estas razones, podemos decir que los seres humanos, en tanto que hablantes competentes, son seres sociales capaces de vivir en y producir, sociedades. El carácter público de los significados nos permite comprender al otro, dar y pedir razones sobre el mundo que constituimos juntos.
Volviendo al tema de la acción social, sugerimos que la acción social en Weber es un tipo de conducta (o acción) en donde un actor busca “hacer algo con”, al menos, otro actor. Y a ello, en el presente trabajo, lo denominaremos cooperación. La cooperación es un tipo de acción social en la cual se trazan metas y objetivos que son comunes. Se trata de una tarea conjunta y compartida que, como bien observó Weber, debe ser entendida -junto con el problema del lenguaje- como uno de los temas fundamentales de la teoría social. La sociología, según proponemos, debe analizar (tampoco negamos el componente normativo de nuestra propuesta) las formas de cooperación humana que desarrollan los distintos actores inmersos en un contexto específico de enunciación. Pero, ¿qué debemos entender por “actor”? En el siguiente apartado nos dedicaremos a analizar esta cuestión.
Sobre el concepto de “actor”
La cooperación es una actividad colectiva ubicada en un contexto de enunciación particular. Aquí adoptamos aquello que Raimo Tuomela denomina el “marco conceptual de la agencia”, el cual,
Se refiere a los seres humanos como personas que piensan, sienten, que actúan, los cuales son moralmente responsables de sus acciones, que cooperan, discuten cognitivamente los unos con los otros, construyen y mantienen instituciones sociales (piensen, por ejemplo, en instituciones como el Estado, la escuela, el dinero, el matrimonio) (Tuomela, 2000:5; la traducción es propia).
La gran mayoría de nuestras acciones -y he aquí la relevancia sociológica de la problemática que estamos proponiendo-, tienen lugar en un contexto social: dependen de la existencia de otras personas y de sus respectivas acciones, y se ubican dentro de una serie de prácticas, instituciones y convenciones que resultan comunes. Desde acciones culturales con un alto nivel de complejidad, como retirar dinero del banco o abonar los servicios de la luz y el gas, hasta hábitos tan triviales como saludar y tomar asiento, suponen la existencia -fáctica y conceptual- de las instituciones (bancarias por ejemplo) y las costumbres. Utilizar una silla en lugar de sentarse sobre un almohadón en posición de loto, es un asunto social. Intuitivamente, podríamos asumir que el último ejemplo, el simple hecho de tomar asiento, es un acto meramente individual, pues es el individuo quien decide dónde y cómo sentarse. Pero hasta en ese mismo acto, prima facie trivial, forma parte de una serie de hábitos compartidos, son esas acciones, minúsculas (o no), las que nos ofrecen una pertenencia a un grupo determinado, a un “hacer común” que caracteriza al grupo en cuestión.
Lo que estamos planteando aquí es la necesidad de que la sociología comience su reflexión sobre el mundo (social) a partir de la primera persona plural del presente indicativo (nosotros), más que por la primera persona singular (yo). [3] Una teoría del obrar humano debe indagar los fundamentos de la noción del “nosotros”: “nosotros intentamos”, “nosotros logramos”, “nosotros creemos que”. La tradición suele referirse a este problema teórico bajo el nombre “intencionalidad colectiva” (que no se opone, como veremos más adelante, a la “intencionalidad individual” sino que la supone). A partir de aquí, entonces, las preguntas que guiarán nuestras indagaciones podrían resumirse del siguiente modo, ¿cuál es la relación (si es que la hay) entre la intencionalidad individual y la intencionalidad colectiva? ¿Qué relación existe entre “yo intento” y “nosotros intentamos”? Hay una tendencia generalizada a considerar las formas de intencionalidad formuladas en primera persona del singular, expresiones tales como, “yo creo”, “yo quiero”, “yo deseo”, como fundamentales; sin embargo, y como hemos aclarado, aquí nos detendremos con especial atención en las expresiones formuladas en primera persona del plural, expresiones tales como, “nosotros creemos”, “nosotros realizaremos”, “nosotros queremos”, “nosotros deseamos”. Estas últimas reflejan el tipo de intencionalidad que analizaremos con cierto detalle, la intencionalidad colectiva. Lo que aquí haremos será, de la mano de John Searle (1979, 1993, 1994, 2001) considerar la estructura lógica de la intencionalidad porque sostenemos que es uno de los elementos centrales de toda ontología social, el punto de arranque analítico de toda teoría de la sociedad. [4]
La tradición filosófica -según entiende Searle (1997, 2004)-, ha supuesto que el segundo tipo de intencionalidad -la intencionalidad colectiva o del “nosotros”- es reductible a la primera -la intencionalidad individual o del “yo”-. Por ejemplo, para que juguemos un partido de futbol será preciso, ante todo, que yo tenga la intención, el deseo, la voluntad de jugarlo. Si los veintidós yo no tuvieran la intención de jugar el partido, no habría partido posible. La idea es que si intentamos hacer algo juntos es porque yo lo intento bajo la creencia de que tú también lo intentarás; lo mismo ocurre contigo: tú lo intentas bajo la creencia de que yo también lo intentaré. De esta manera, todos tienen esas creencias. Pero si la intencionalidad está en la cabeza de cada uno de nosotros, es decir, si es “mental”, ¿cómo es posible algo así como la intencionalidad colectiva? Gran parte de la tradición entiende a la intencionalidad individual o del “yo” como una intención primaria; Searle por el contrario sostiene que la intencionalidad primitiva no es la individual o del “yo”, sino la colectiva o del “nosotros”. La mayoría de los filósofos reducen el “tenemos la intención de”, “creemos”, “esperamos”, a “tengo la intención de”, “creo”, “espero”. Suponen que cuando dos personas tienen intencionalidad colectiva, es decir, cuando intentan hacer algo juntas (o lo hacen efectivamente), cada una de ellas tiene la intencionalidad del tipo, “tengo la intencionalidad de hacer tal y tal cosa” y a la vez, “creo que tú también tienes esa misma intención”. Además, tengo que creer que tú crees que yo creo que tú tienes esa misma intención; eso a su vez genera una regresión no viciosa del tipo, “creo que tú crees que yo creo que tú crees que yo creo”, etcétera; mientras que por tu parte, “tú crees que yo creo que tú crees que yo creo que tú crees”, etcétera. A estas creencias iterativas –es decir, que se encadenan entre sí–, sobre creencias de dos o más personas, se las denomina “creencias mutuas”. Searle sostiene que todo este enfoque, que reduce la intencionalidad colectiva a la intencionalidad individual más la creencia mutua, está descaminado. En nuestras cabezas existe la intencionalidad colectiva de un modo primitivo, es decir, natural. Así,
La intencionalidad colectiva es un fenómeno biológico primitivo que no puede ser reducido a, o eliminado a favor de, otra cosa. Todos los intentos que yo he visto de reducir la “Nosotros-intencionalidad” a la “Yo-intencionalidad” están plagados de contraejemplos (Searle, 1997:42; el destacado me corresponde).
En la anterior cita se observa una vez más la posición naturalista de Searle, pues entiende este tipo de intencionalidad como un fenómeno biológico primitivo; así, los seres humanos tenemos la capacidad de hacer cosas juntos, no porque a una cierta edad se nos enseñe que eso es correcto o preferible; es más, no elegimos hacer cosas juntos; simplemente las hacemos. No se trata de una conducta adquirida sino de una determinación biológica.
La razón por la cual la intencionalidad colectiva no puede ser reducida a la intencionalidad individual es porque, caer en una explicación circular a partir de la cual yo creo que tú crees que yo creo, etcétera, no consigue una agregación suficiente para dar cuenta del sentido de colectividad. Una sumatoria de “Yo-conciencias” no conforma un “Nosotros-conciencia”; el camino, según el punto de vista de Searle, es inverso. La sumatoria de estados intencionales diferenciados, es decir, creencias, deseos, intenciones, individuales no crea deseos, creencias e intenciones colectivas; por el contrario, las creencias, etcétera, colectivas son las que generan las creencias, etcétera, individuales. Grafiquemos esto mediante un ejemplo. Yo tengo la intención singular de anotar un gol en un partido de fútbol, pero tengo tal intención como parte de nuestra intención colectiva de anotar goles para ganar el partido. Una conducta como la del ejemplo anterior es una conducta genuinamente cooperativa, y se diferencia de la conducta de dos (o más) personas que por mero azar están sincronizadas. Si, por ejemplo, en este mismo momento, en alguna parte del mundo se encontrara un investigador confeccionando un trabajo sobre la noción de “nosotros”, planteándose los mismos objetivos que aquí nos hemos planteado, mi conducta y la del supuesto investigador X no serían conductas cooperativas stricto sensu. Fue el azar y no la decisión conjunta de abordar ciertas problemáticas, el responsable de la escritura de un trabajo de similares características.
Searle advierte un rechazo por parte de la tradición a reconocer en la intencionalidad colectiva un fenómeno primitivo. Generalmente se sostiene que toda intencionalidad existe en la cabeza individual de las personas, de ahí se sigue que la forma de esa intencionalidad sólo puede referirse a los individuos en cuyas cabezas existe. Esta manera de ver las cosas, continúa Searle, parece comprometer a quienes reconocen el carácter colectivo de la intencionalidad, con un elemento supra-natural o místico que se ubica por fuera y sobre las mentes individuales (1997:43). Searle sostiene que este argumento es falaz y que contiene un falso dilema. Para suplir esa falla, propone el siguiente argumento,
Es verdad que toda mi vida mental está dentro de mi cerebro, y que toda la vida mental de ustedes está dentro de su cerebro, y lo mismo vale para todo el mundo. Pero de aquí no se sigue que toda mi vida mental tenga que ser expresada en la forma de una frase nominal singular referida a mí. La forma que mi intencionalidad colectiva puede tomar es simplemente ésta: “nosotros intentamos”, o “estamos haciendo esto y lo otro”, etc. En esos casos, yo intento sólo como parte de nuestro intento. La intencionalidad que existe en cada cabeza individual tiene la forma “nosotros intentamos” (1997:43).
Cuando Searle escribió La construcción de la realidad social, ya se encontraba sólidamente situado dentro del enfoque mentalista o internista; pero no es esa la posición que aquí adoptaremos. Para aquel que asuma como prioritario y fundamental la función del lenguaje proposicional -como es nuestro caso-, le resultarán (al menos) extrañas ciertas expresiones del tipo, “mi vida mental está dentro de mi cerebro”. Esto sólo puede ser concebido como una metáfora porque dentro de mi cerebro no hay más que tejido neuronal; si bien el cerebro -como todo órgano- tiene sus funciones específicas, nos resulta dificultoso sostener la idea de que dentro de nuestras cabezas individuales existe tal y cual cosa. Hay intencionalidad colectiva, de eso no hay dudas; hacemos cosas juntos, generamos acuerdos y renunciamos a nuestro ego al emprender tareas colectivas o cooperativas. Todo eso es cierto pero, ¿cómo es posible? Esa es nuestra pregunta; también es la pregunta de Searle, pero entendemos que sus argumentos deberían reverse. Searle deja muy en claro lo que quiere decir; en La construcción de la realidad social, grafica las dos posiciones referidas a la existencia de la intencionalidad colectiva.
El siguiente gráfico muestra la posición tradicional de las “Nosotros-intenciones”:
Nosotros intentamos
Yo intento y Yo creo Yo intento y Yo creo
que tú crees que... que tú crees que...
La alternativa de Searle es la siguiente:
Nosotros intentamos Nosotros intentamos
Observamos que Searle entiende que la intencionalidad del nosotros no es el resultado de la sumatoria de intencionalidades individuales sino que aquella ya existe de un modo primigenio en “nuestras cabezas”. Pero, ¿Qué significa que algo existe dentro de “nuestras cabezas”? Para aclarar este punto no del todo claro, recurriremos a ciertos lineamientos generales desarrollados por Michael Tomasello.
El cooperativismo en Tomasello
Tomasello, desde el punto de vista de la psicología cognitiva, despliega tanto un análisis ontogenético como filogenético de nuestra especie; con el objetivo de abarcar una mejor comprensión del problema de la intencionalidad colectiva, desarrollaremos algunos de sus argumentos principales. Searle vio el problema pero el modo en que lo explica nos resulta un tanto insuficiente; sostener que la “Nosotros-intencionalidad” existe porque está “dentro de nuestras cabezas”, resulta, al menos, un tanto vago.
En Por qué cooperamos (2010), inspirado tanto en el propio Searle, como en Michael Bratman (1992), Margaret Gilbert (1989) y Raimo Tuomela (2007), Tomasello sostiene que con el concepto Intencionalidad compartida o del nosotros se hace referencia a ciertos fenómenos psicológicos que posibilitan ciertas formas de cooperación; en palabras de Tomasello, “básicamente, la intencionalidad compartida comprende la capacidad de generar con otros intenciones y compromisos conjuntos para las empresas cooperativas” (2010:15). Podemos comprometernos e intentar hacer actividades con otros por medio de procesos de atención conjunta y conocimiento mutuo los cuales, a su vez, son posibles gracias a las motivaciones cooperativas de ayudar a otros y compartir cosas con ellos (2010:15-16). La capacidad de cooperación -a diferencia de lo que plantea Searle-, es exclusivamente humana; Searle en cambio sostiene que la intencionalidad colectiva no es privativa de nuestra especie animal. En palabras de Searle,
Muchas especies animales, la nuestra señaladamente, poseen una capacidad para la intencionalidad colectiva. Lo que quiero decir con esto es que no sólo se comprometen en una conducta cooperativa, sino que comparten también estados tales como creencias, deseos e intenciones (1997: 41).
Por su parte, Tomasello (2007, 2010 y 2013) no está de acuerdo con el anterior planteo de Searle puesto que sostiene que las formas de vida de otras especies animales (a ello Tomasello lo denomina culturas) se basan exclusivamente en la imitación y otros procesos de aprovechamiento, pero las culturas humanas tienen un plus: la cooperación; y ese plus no se encuentra en el resto de los animales de nivel superior. La intencionalidad colectiva (el cooperativismo) es, sin embargo, tanto para Searle como para Tomasello, el fundamento de todas las actividades sociales. Y ello es así porque,
Los Homo sapiens están adaptados para actuar y pensar cooperativamente en grupos culturales hasta un grado desconocido en otras especies. De hecho, las hazañas cognitivas más formidables de nuestra especie, sin excepción, no son producto de individuos que obraron solos sino de individuos que interactuaban entre sí (…) (Tomasello, 2010:17).
Nuestra especie cuenta con habilidades exclusivas para colaborar, comunicarse y aprender socialmente; ese tipo especial de inteligencia cultural los niños la van desarrollando a medida que crecen. De este modo se va construyendo la capacidad humana de participar en lo que Tomasello (2007, 2010) denomina el pensar grupal cooperativo. Ello sólo fue posible gracias a la enorme capacidad de adaptación a distintas formas culturales que poseen los seres humanos.
Con el objetivo de echar luz sobre los orígenes de la cognición humana, Tomasello, en sus distintas investigaciones (2007, 2010 y 2013), desarrolla una serie de comparaciones entre los niños y sus parientes más próximos dentro de los primates: los chimpancés. Sus conclusiones, por lo tanto, no sólo cubrirán los aspectos ontogenéticos, sino también -al desplegar una historia evolutiva de la especie humana-, los filogenéticos. Las investigaciones empíricas que Tomasello desarrolla se focalizan en dos fenómenos fundamentales, el altruismo (el individuo que se sacrifica por otro) y la colaboración (cuando varios individuos trabajan juntos para beneficio mutuo).
Una de las tesis centrales de Tomasello en ¿Por qué cooperamos?, es la siguiente,
…a partir del primer año de vida –cuando empiezan a caminar y a hablar y se van transformando en seres culturales-, los niños ya muestran inclinación a cooperar y hacerse útiles en muchas situaciones, aunque no en todas. Además, no aprenden esa actitud de los adultos: es algo que les nace (2010: 24; el destacado me corresponde).
Tomasello deja en claro que el cooperativismo en los infantes no se adquiere, no se aprende sino que a los niños les nace, es decir, es producto del desarrollo ontogenético de los seres humanos. Los niños tienen una predisposición prácticamente indiscriminada por cooperar que, con el paso de los años se va viendo afectada por el juicio de otros niños y por la preocupación por la opinión de otros miembros del grupo. Paulatinamente los niños comienzan a internalizar normas sociales y reglas de conducta que van prefigurando qué hacer y cómo dirigirse en la vida con otros.
La inclinación temprana por ayudar que muestran los infantes de nuestra especie también es compartida por nuestros parientes más cercanos pero, sin embargo, hay una forma específica de ayudar que sólo los niños humanos practican: brindar información que es necesaria para otro (Tomasello, 2010:34). Esto lo hacen los niños antes de la revolución de los dieciocho meses, es decir, antes de haber adquirido el lenguaje proposicional. A los doce meses de edad los seres humanos brindan información prelingüística señalando. Lo significativo es que ni los chimpancés ni los otros grandes simios señalan objetos para brindar información a otro ni para llamar la atención de sus compañeros, no utilizan ningún medio de comunicación para ofrecer datos que le puedan llegar a servir a otros. Esta práctica, por lo tanto, es específicamente humana y se desarrolla a temprana edad. Los simios no comprenden por qué un humano les señala un objeto determinado, no entienden el porqué de la acción ni su pertinencia; por supuesto que ello es esperable porque en el mundo de los simios ningún individuo le señala a otro un objeto con el fin de llamar su atención. En el mundo de los simios no se da aquello que Tomasello (2010) denomina atención conjunta [“joint attention”]. Los humanos, por su parte, comprenden los señalamientos con fines informativos y realizan inferencias entre los doce y los catorce meses de edad, es decir, antes de saber hablar. Esa comprensión prelingüística es la necesaria para que, posteriormente, los infantes sean capaces de incorporar el lenguaje proposicional.
Volviendo a la cooperación, los estudios de Tomasello confirman empíricamente que los seres humanos intentan ayudar brindando información que es pertinente para sus interlocutores y no para sí mismos; esto es la confirmación científica del principio de cooperación enunciado por Paul Grice (2005). En el mundo de los simios, no existe nada parecido a la cooperación griceana. Cuando los simios descubren alimento o a un predador, lanzan gritos, esos gritos no tienen por finalidad informar al resto una situación determinada porque son lanzados aún cuando el resto de los integrantes del grupo se encuentra presente. El objetivo de esa situación, evidentemente, no es brindar información puesto que el resto de los individuos ya están enterados. Lo que hacen, lo hacen en beneficio propio o de sus parientes. Los infantes de nuestra especie, muy por el contrario, brindan información con la intención de brindar ayuda e interpretan con exactitud las intenciones informativas de aquellos que los rodean. En un estudio reciente (e inédito) de Grosse, Moll y Tomasello, un investigador le pidió a un grupo de niños de veinte meses que le alcanzaran “la batería”; en la habitación se encontraban dos baterías, una frente al investigador y la otra en el otro extremo. Si los niños hubieran interpretado la orden de una manera simple y llana, lo mismo hubiera dado alcanzar una u otra, sin embargo le alcanzaron la que se encontraba en el extremo más alejado de la habitación porque interpretaron la orden como un pedido de ayuda; ello implica que, muchas veces, el modo imperativo implica un pedido de ayuda que se fundamenta en la lógica cooperativa de la colaboración.
Como vemos, la actitud de ayudar y brindar información aparece en los niños a muy temprana edad y de un modo natural. Por supuesto, también a una temprana edad los niños aprenden a mentir. La mentira sólo puede aparecer, sin embargo, luego y porque ya existe previamente la confianza y la cooperación. Si los seres humanos no fuéramos proclives a confiar, la mentira no tendría asidero. Mentimos porque tendemos a creer en lo que hacen y dicen los otros. Si bien los animales humanos son proclives al altruismo, no ocurre lo mismo con el resto de los simios antropoideos; éstos se muestran muy poco altruistas cuando se trata de compartir recursos escasos como los alimentos. Si bien es cierto que la generosidad de los seres humanos también depende de la situación (si por ejemplo, yo me encontrara en el desierto con una botella de gaseosa sería muy poco generoso y difícilmente la compartiría), los distintos estudios llevados a cabo por Tomasello y su equipo demuestran que, “…los niños son más generosos que sus parientes antropoides con los alimentos y los objetos que valoran” (2010:44). Esta generosidad humana también se observa en el modo en que comparten el alimento las madres con sus crías. Ciertos estudios citados por Tomasello demuestran que la mayoría de las madres chimpancé no colaboran en la obtención de alimento de sus crías; ellos deben arreglárselas solos. Las pocas veces que las madres les brindaban alimentos a sus crías, se trataba de las porciones menos apetitosas, cáscaras de frutos, desperdicios o cortezas. Ceder alimentos demuestra que está presente en los simios cierto instinto maternal, es decir, es un ejemplo de actividad colaborativa. La diferencia entre ellos y nosotros los humanos es únicamente de grado. Los humanos hambrientos tampoco comparten su alimento; los chimpancés actúan como humanos siempre hambrientos.
En lo que sigue, nos detendremos en ciertos aspectos de la ontogenia humana que consideramos relevantes. Para cooperar con, y hacer algo con otro debo, en primer lugar, reconocer a ese otro como un sujeto intencional con las mismas capacidades cognitivas que yo poseo. Esta aptitud cognitiva no surge una vez de repente en la ontogenia humana y se mantiene inmutable a lo largo del tiempo; la comprensión humana de que los otros son seres con los mismos estados intencionales surge hacia los nueve meses de edad y comienza a manifestarse paulatinamente a medida que el niño va incorporando en forma activa las distintas herramientas culturales que su comprensión le permite emplear. La herramienta más importante es el lenguaje orientado por convenciones.
La cognición y la comprensión del infante
No es casual que un filósofo tan lúcido como William James (1957), describiera el mundo de los infantes como “una tremenda y ruidosa confusión”; solía creerse que el mundo de los bebés humanos poseía un bajo nivel perceptivo. Debido a que los sistemas visuales y auditivos (entre otros) se encontraban en pleno desarrollo, sus capacidades eran reducidas y las probabilidades de captar el entorno cultural, eran extremadamente bajas. Sin embargo, a partir de la década del ochenta, los psicólogos evolutivos descubrieron que los infantes de pocos meses poseen una serie (no menores) de habilidades cognitivas. Estas habilidades o aptitudes se relacionan con la comprensión de otros objetos, de las otras personas y de sí mismos.
En su obra clásica sobre la infancia, El nacimiento de la inteligencia en el niño (2000), Piaget sostenía que los infantes humanos no tienen comprensión alguna de la existencia de un mundo físico independiente a una edad que no coincide con las primeras manipulaciones de objetos. Ciertos investigadores que han cuestionado fuertemente la posición piagetiana han sostenido lo contrario; tanto los trabajos de Baillargeon (1995), como los de Spelke (1990, 1992, 1997), Haith y Benson (1997), tienden a sostener, entre otras cosas, que los niños, hacia los tres o cuatro meses aproximadamente, exhiben una comprensión de los objetos como entidades independientes, como entidades que existen aún cuando no están siendo observadas; también comprenden ciertas propiedades básicas de los objetos como, por ejemplo, que no pueden ocupar dos espacios distintos a la vez. De este modo, y siguiendo una vez más a Tomasello (2007, 2010 y 2013), afirmamos que los infantes humanos, a una temprana edad, poseen habilidades en lo que se refiere a la permanencia de los objetos, los mapas cognitivos, la categorización perceptual, la estimación de pequeñas cantidades y la rotación mental de objetos; poseen estas capacidades, se supone, porque su comprensión representacional de objetos en el espacio es idéntica a la de los humanos adultos. Los bebés humanos ponen en práctica lo que han heredado de los primates pero, ponerlo en práctica les lleva algún tiempo (Tomasello, 2007:79-80).
Al interactuar con su entorno físico y social, los neonatos humanos se percatan de la propia existencia. Al dirigir su atención a entidades externas, tienen conciencia de sus propias metas conductuales y del resultado de sus acciones en esas entidades, logrando advertir si sus acciones son consentidas o rechazadas. Así, por ejemplo, los infantes humanos se rehúsan a asir un objeto que se encuentra demasiado lejos o que requiere un cambio desestabilizador de la posición corporal. A ello se lo denomina “self-ecológico”. De todos modos, es posible que los infantes humanos compartan esta habilidad con los primates no humanos; la cantidad de estudios al respecto no es abundante y se torna difícil establecer cuál es, a temprana edad, el significado de un self-social.
En un momento del desarrollo evolutivo, los seres humanos experimentan una verdadera revolución en su manera de entender el mundo, especialmente el mundo social. Ese momento es alrededor de los nueve meses de edad. Es en este momento cuando ya no quedan dudas de la enorme brecha que separa a los primates humanos de los no humanos; es aquí cuando las diferencias se agudizan, el momento nodal que, tras años de aprendizaje permitirá establecer una serie de diferencias respecto a nuestros ancestros más cercanos, los chimpancés. A partir de los nueve meses, los primates humanos comienzan a desarrollar las anteriormente mencionadas, conductas de atención conjunta [“joint attention”] (2007, 2010). Lo fundamental en este proceso es que los infantes, “han comenzado a comprender que, al igual que ellos, las otras personas son agentes intencionales cuyas relaciones con entidades externas se pueden acompañar, dirigir o compartir” (Tomasello, 2010:83-84).
En este punto cabe preguntarse por qué ocurre esta revolución a los nueve meses. Si bien es cierto que los infantes humanos son ampliamente más sociales que los no humanos -y muestra de ello son las protoconversaciones y la imitación neonatal-, estas actividades no implican la atención conjunta ni ninguna otra forma de comprensión de los demás como agentes intencionales. Es preciso entonces analizar la relación entre estos procesos cognitivos tempranos y otros posteriores, y por qué culminan en los nueve meses, al comprender que los demás también son agentes intencionales. Lo primero que debemos aclarar es que el proceso mediante el cual surgen las habilidades para la atención conjunta entre los nueve y los doce meses es un proceso evolutivo coherente que requiere una explicación evolutiva coherente. La referencia a la ontogénesis y a la filogénesis no es un fin en sí mismo para nuestro trabajo, sino que es un elemento (muy importante por cierto) a tener en cuenta. Por el contrario, sí buscamos claridad argumental en un punto que consideramos central para el presente estudio; nos referimos a la construcción del nosotros en los seres humanos, y sus diferencias con el resto de los animales de nivel superior. A continuación abordaremos una vez más dicha problemática contrastando la posición de Searle con la de Tomasello.
Generación de acuerdos y deliberación
A diferencia de Searle, Tomasello (2007, 2010) sostiene que el resto de los animales de nivel superior no poseen un sentido del nosotros; no está presente, por lo tanto, aquello que hemos denominado intencionalidad colectiva. El sentido exclusivamente humano del nosotros puede ser observado, no sólo en el mundo institucional de los supermercados, las tarjetas de crédito y los gobiernos; está presente en ejemplos mucho más simples. Tomasello (2010: 77-78) presenta la siguiente situación. Supongamos que dos personas acuerdan ir juntas a una tienda. En un punto del trayecto, y sin advertencia previa, uno de ellos decide apartarse y tomar arbitrariamente otro camino. Sin dudas, el sujeto “abandonado” se sentirá sorprendido, disgustado, y, al llegar a su hogar, comentará el hecho a sus amigos y parientes. Les dirá que iba caminando junto a un conocido rumbo a la tienda y que “unilateralmente quebró el acuerdo”, que ha abandonado el “nosotros” por puro egoísmo o porque la otra persona está trastornada. Lo interesante del ejemplo es que todo se hubiera solucionado si simplemente se hubiera “despedido”, si hubiera dado una excusa, una explicación para quebrar el acuerdo (“nosotros”).
Se le podría replicar a Tomasello que sí existen actividades mutualistas y de cooperación dentro del mundo animal no-humano; ello se observa cuando, por ejemplo, los chimpancés salen a cazar en grupo a los monos colobos en los árboles del bosque Tai, en Costa de Marfil. En ese caso, los chimpancés tendrían las dos características fundamentales en toda cooperación, i) los participantes tienen una meta común y, ii) los participantes coordinan sus roles respectivos. Sin embargo, según Tomasello, nada de eso ocurre, puesto que en la caza cada animal ocupa el lugar que más le conviene,
Durante ese proceso [la caza], cada participante intenta optimizar sus probabilidades de agarrar la presa, sin que exista ninguna meta preestablecida, ningún plan previo ni asignación de roles (…) Cada uno de los monos antropoides participa de la actividad grupal como “yo”, no como “nosotros” (2010:82-83).
A diferencia de los chimpancés, los humanos delinean metas conjuntas con sus compañeros y lo hacen a temprana edad, muy poco después de cumplir un año. Estamos aquí ante uno de los problemas centrales de la filosofía del lenguaje y de la teoría política, el problema de la generación de acuerdos y la deliberación.
Tal como Ernst Tugendhat sugiere, los seres humanos, en contraste con el resto de las especies, no somos de “alambre rígido” (2008). Con ello sugiere que podemos dudar de lo que hacemos y de cómo conducir nuestra propia vida. En toda cultura los seres humanos se han preguntado por el modo de dirigirse en la vida, por el “camino” a seguir, y el hecho de formularse esa pregunta indica que el modo correcto de conducirse nunca es obvio.El planteo central de Tugendhat es que tanto la pregunta por el bien -entendida como Platón la entendía en la República- y la pregunta por la comprensión humana (lo que denomina el núcleo de la antropología filosófica) se encuentran vinculadas (2008: 23, 24) Pero este planteo, que prima facie no clarifica el modo en que ambas preguntas se implican, requiere que continuemos indagando sobre el problema de la estructura de la comprensión humana. Tugendhat se refiere a un pasaje clásico de Aristóteles (el segundo capítulo de la Política) donde, a fin de aclarar las diferencias entre los seres humanos y el resto de los animales de nivel superior, se propone aclarar la estructura social de los seres humanos. Allí Aristóteles dice que lo esencial de los seres humanos es el logos. Como sabemos, este término ha sido traducido de diversos modos, como “pensamiento”, “habla” e incluso “inteligencia”; Tugendhat asume que con el término “logos” Aristóteles se refiere a lo que hoy llamamos estructura predicativa o proposicional del lenguaje humano. Si bien es posible asignarles al resto de los animales de nivel superior algún tipo de lenguaje orientado por el instinto -así lo hace Apel (2002)-, los animales humanos somos los únicos que estamos en posesión de un lenguaje orientado por convenciones lingüísticas (lenguaje proposicional). Según Aristóteles, los otros animales comunican sus estados sensitivos, el dolor y el placer, pero sólo los hombres pueden hablar sobre lo bueno; lo bueno sólo puede comprenderse como predicado, se trata siempre de un juicio referido a algo que es bueno. Todo esto presupone un lenguaje proposicional. Ese pasaje es especialmente relevante en términos filosóficos -y sociológicos-, porque lo que de él se desprende es que, a diferencia del resto de los animales, los animales humanos se reúnen en agrupaciones sociales gracias a la capacidad (exclusiva) de comunicarse sobre lo que consideran bueno para ellos (Tugendhat, 2008, 2010).
Como vemos, el fenómeno general que aquí estamos tratando es el del lenguaje proposicional. Este tipo de lenguaje se basa, según Tugendhat, en los términos singulares; este tipo de términos nos permiten independizar el contenido de lo que se está diciendo, de la situación de habla. Estar en posesión de un lenguaje tal, con las riquezas y complejidades que posee, nos permite a los seres humanos pensar -entendido como un “hablar consigo mismo”-; cuando se piensa, uno puede dudar de lo que está pensando. A ello se lo suele denominar, deliberación. En la acción del resto de los animales, Tugendhat sostiene que están presentes dos componentes que siempre se encuentran juntos, el opinar que las cosas son de un modo determinado, y el desear algo. Los seres humanos los separamos en dos estructuras lingüísticas diferenciadas; mientras que por un lado tenemos una deliberación práctica que tiene como meta lo bueno, por otro lado, la deliberación teórica se refiere a lo que se está opinando y tiene como meta lo verdadero (2008: 24-25). Deliberar es preguntar por razones -a favor o en contra- de lo que se está diciendo o pensando. La acción se orienta por lo que se piensa que es bueno y verdadero más que por los deseos. A esta capacidad de suspender los deseos solemos llamarla libertad y responsabilidad.
Conclusión
Habiendo expuesto las posiciones de Searle y Tomasello, por nuestra parte y para concluir, en un punto nos encontramos más cercanos a la posición de Tomasello puesto que sostenemos que no sólo los hechos institucionales son privativos de los seres humanos, sino que también los hechos sociales lo son. Pero por otro lado, y teniendo en cuenta una dimensión de alcance, sin embargo, estamos de acuerdo con Searle porque consideramos que los hechos sociales son más básicos que los hechos institucionales; estos suponen la existencia de aquellos para poder desarrollarse. Para decirlo de otro modo, si los seres humanos no fueran sociales serían incapaces de construir las instituciones de los Estados, el dinero, los matrimonios, etcétera. Pero la capacidad de separarse de la postura estrictamente yoica, y adoptar la posición del nosotros, estableciendo actividades y roles diferenciados, junto con metas específicas y planificadas es una capacidad exclusiva de los seres humanos y no se encuentra en el resto de los animales de nivel superior. Si Tugendhat, a diferencia de Apel, toma a la antropología y no a la filosofía del lenguaje como la disciplina más fundamental -a eso se lo suele denominar prima philosophia- es por una cuestión de alcance. Desde un enfoque antropológico, sugiere Tugendhat, aparecen elementos asociados al lenguaje proposicional e interconectados entre sí, tales como la deliberación, la capacidad de preguntar por razones, la racionalidad, la libertad y responsabilidad.
Si bien solemos llamar a nuestra especie anthropos, animal racional, bien podríamos llamarla animal deliberativo. La racionalidad es, básicamente, la capacidad de pedir por razones y esto, -por eso hemos recurrido a Tugendhat-, es una consecuencia inevitable del hecho de estar en posesión de un tipo de lenguaje particular, el lenguaje proposicional. Nuestra especie -siguiendo los comentarios de Aristóteles- podría ser entendida no sólo como animal político sino también como animal cultural. La evolución humana inconmensurablemente mayor y más rápida que la del resto de los animales fue posible porque el lenguaje y la cultura han actuado como un mecanismo más dinámico que la transmisión genética. Si nos hemos referido a lo largo del presente trabajo a ciertas características tanto filogenéticas como ontogenéticas de nuestra especie, ha sido para justificar desde un punto de vista naturalista nuestra capacidad deliberativa y cooperativista. La posibilidad de generar acuerdos se inscribe en nuestras particularidades constitutivas, en la posibilidad de pensar y de pensarnos. Pensar en nosotros, en nuestro interés, en el mejor modo en que podemos vivir y del único modo en que podemos hacerlo, estando juntos.
Nuestra propuesta podría resumirse del siguiente modo: asumimos una posición darwinista, es decir, naturalista, pero a diferencia de Darwin, hemos ofrecido buenas razones para creer que no evolucionamos gracias a la “lucha por la supremacía del más apto” sino gracias a la cooperación. Y lo mismo podríamos sugerir sobre Marx; las sociedades cambian, evolucionan, pero el motor que pone en marcha la rueda de la civilización no es la “lucha” sino la capacidad de coordinar acciones, de planificar metas comunes y emprender tareas grupales. Con ello no negamos la existencia del conflicto (económico, social, cultural, simbólico) sino que tan sólo sugerimos que éste no ocupa un lugar central en el desarrollo de las sociedades. Los vínculos se crean, y re-crean debido a nuestra propensión a confiar en el otro. Esa capacidad estrictamente humana es la que nos ofrece la potencialidad de acelerar los cambios en nuestras culturas. Priman los acuerdos, prima la cooperación por sobre los desacuerdos y el conflicto; la perdurabilidad de nuestras existencias da testimonio de esta situación. Aquí nuestro parecer se asemeja, por ejemplo, al de Jürgen Habermas, quien sugiere que “(…) el orden social ha de poder establecerse a través de procesos de formación de consensos” (1990: 87). Si en otros trabajos hemos sugerido (Dottori, 2019, 2020), junto con Donald Davidson, que el lenguaje proposicional es posible porque podemos comprendernos, del mismo modo aquí sugerimos que el orden social es posible gracias a nuestra capacidad de generar acuerdos y consensos. Y ello es así porque tanto el mundo social como el lenguaje proposicional se encuentran estructurados en base a formas lógicas; es nuestra capacidad de seguir reglas, aquello que permite que seamos capaces de dar y pedir razones, de argumentar y deliberar, de consensuar sobre el modo en que queremos vivir. El mundo social no es una maquinaria indescifrable, no es una fuerza (o mano) invisible, se trata de un conjunto de creencias individuales, colectivamente establecidas y aceptadas.
El problema de la cooperación se encuentra a la base (en el sentido de un cierto “fundamento”) de una serie de teorías que explican el mundo social; la teoría de juegos y de la elección racional propuesta por Jon Elster (1998, 1999, 2003) es un ejemplo; la teoría política de la democracia deliberativa (Habermas, 1998; Nino, 2003) es otro ejemplo. No analizaremos aquí estos puntos con el detalle que merecen porque exceden los límites de nuestro trabajo, pero nos referimos a ellos porque si nos hemos centrado en nuestra capacidad de “hacer cosas juntos” es porque lo consideramos como uno de los problemas centrales de una teoría que pretenda fundamentar correctamente el estudio del mundo social. La acción racional estratégica propuesta por Elster, y que el pensamiento sociológico critica con cierta ligereza (Habermas, 1990; Bourdieu, 2007), solo es pensable porque existe la cooperación. En el dilema del prisionero, por ejemplo, se observa que la mejor elección posible, es decir la más racional que los actores pueden realizar es la acción cooperativa. Sólo si ambos prisioneros asumen una posición cooperativa podrán obtener ambos, un beneficio (la pena menor o la libertad), pero si se comportan de un modo egoísta, y se delatan mutuamente, ambos obtendrían la peor de las penas en el peor de los escenarios (mundos posibles). La noción de cooperación, como decíamos más arriba, también se encuentra en la base de la teoría política que defiende un tipo particular de democracia capaz de integrar, a partir del diálogo moral, los intereses de todos los ciudadanos. Sólo a partir del establecimiento de un dialogo que sea capaz de integrar a la primera persona plural del presente indicativo (“nuestros” intereses, “nuestros beneficios”, “nuestra” buena vida)es posible constituir un orden social justo. El ser humano está en posesión de las características (biológicas) necesarias para alcanzar dicho orden, pero el camino nunca es evidente precisamente porque no somos, parafraseando una vez más a Tugendhat, “de alambre rígido”.
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Notas
[1] Uso el concepto “paradigma” de modo convencional, kuhneano, como un modo particular de ver el mundo.
[2] Como la lógica de primer orden y la lógica de predicados indican, todo enunciado tiene una forma lógica y matemática.
[3] Se emplea el tiempo verbal del presente indicativo porque refiere a la acción: yo trabajo, nosotros corremos. En esta tradición, por convención, hablamos del presente indicativo.
[4] Todo predicado tiene una estructura lógica. El mundo social es posible porque podemos hablar. La ontología social tiene una estructura lógica.
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